ASALTO A TALCAHUANO
06/12/1817
COMBATE DE QUECHEREGUAS
15/03/1818

12 de febrero de 1818

Desde la Batalla de Chacabuco, hasta la proclamación y jura de la Independencia de Chile, el clima político en nuestro país fue más bien agitado. Si bien a estas alturas de la historia nadie negaba que el país fuese ya una República independiente, con un propósito firme, definido y buscando la consecución de sus propias metas fijadas sin la guía de terceros, se hacía necesario y urgente declarar de forma expresa dichos actos ante el conjunto de las naciones, sin que se prestase a dudas de algún tipo.

Al no haber Congreso que respaldase dicho documento, la Junta Suprema Delegada, presidida por don Francisco Antonio Pérez, e integrada por don Luis de la Cruz y don José Manuel Astorga, llamó al pueblo a un plebiscito libre y voluntaria durante los primeros días de diciembre de 1817. Los alcaldes de los diferentes pueblos que componían el naciente estado, mantuvieron las actas abiertas durante dos días, para que la gente expresase su deseo de ser declarados nación independiente. Como resultado de este escrutinio, se votó a favor de la Proclamación de la Independencia, considerándola una necesidad de primer orden.

Tras comprobar los votos, se procedió a organizar el evento con toda la solemnidad que dicha ocasión exigía, encargándose en primera instancia la redacción de dos actas, una al ministro de estado don Miguel Zañartu, y la segunda al doctor don Bernardo de Vera y Pintado. “Se quería que ambas, por la firmeza de los propósitos, por el vigor del raciocinio y hasta por la elegancia de la forma literaria fueran dignas del grande acto con que la patria iba a incorporarse en el número de las naciones independientes.”[1]

Fueron varios los días de ensayos de tan insigne trabajo, que debía quedar fijo en la retina de la memoria. Estos primeros borradores no fueron aceptados y tuvieron que ser reestructurados para adaptarse mejor al paso del tiempo. Finalmente, se encargó la redacción del documento a una nueva comisión integrada en esta ocasión por el doctor don Juan Egaña y la colaboración del ya mencionado doctor Vera.

En esta ocasión, el documento produjo consenso y fue firmado por O’Higgins en la ciudad de Talca, el 2 de febrero de 1818, “pero por una suplantación de fechas, destinada a dejar establecido que el nacimiento del nuevo estado coincidía con el principio de ese año, lo hizo datar como firmado en Concepción el día 1° de enero.”[2]

La fecha elegida para dar paso a las solemnidades y celebraciones propias de tan magno evento se fijaron para el día 12 de febrero de 1818, para que coincidiese con el primer aniversario del triunfo en Chacabuco. No obstante, las actividades comenzaron ya a partir del día 9 de dicho mes, con la publicación de bandos oficiales y con una salva mayor disparada desde el cerro Santa Lucía la tarde del 11 de febrero. Se anunciaba así el nacimiento de la nueva república, libre y soberana. Al día siguiente, con toda la pompa y boato posible, la ciudad se engalanó con sus mejores colores, y en solemne ceremonia y alegre fiesta, se procedió a proclamar la independencia de Chile, y a tomar la jura correspondiente a sus autoridades.

Las celebraciones se prolongaron por los siguientes cuatro días hasta el 16 de febrero, y “Los contemporáneos recordaron por largos años con toda la emoción del patriotismo aquellas fiestas con que se saludaba el nacimiento de la patria, y la tradición contaba medio siglo más tarde que la capital no había visto días de mayor contento ni de entusiasmo más sincero y ardoroso.

El acta de la independencia, impresa en muchos miles de ejemplares, fue profusamente repartida al pueblo.”[3]

Chile era ya una nación independiente.

Se aprovecha la ocasión para agradecer al profesor González Colville, académico correspondiente de la Academia Chilena de la Historia, por su colaboración en la refinación de este artículo.

Academia de Historia Militar

NOTAS AL PIE:

1. Barros Arana, Diego. “Historia General de Chile.” Tomo XI. Rafael Jover, Editor. Santiago, 1890. pp. 346.
2. Ídem. Pp. 349.
3. Ídem. Pp. 353 – 354

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