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EL HISTORIADOR DEL MAÑANA

POR

SERGIO ROSALES GUERRERO

Historiador

Magíster en Historia Militar y Pensamiento Estratégico

Miembro de la Academia de Historia Militar

“Los tontos dicen que aprenden por experiencia. Yo prefiero beneficiarme de la experiencia de otros,” dice una sentencia que según B. Liddell Hart se ha-llaba falsamente atribuida a Bismarck. Según ello, entonces, podríamos decir que el futuro es como una historia de la que nadie tiene experiencia y que por tanto no podemos aprovechar. Tal vez sea esta la causa de que incluso la mala historia sea mejor que la futurología y que no tengamos más alternativa para hablar sobre el futuro que no sea la de imponer sobre él un pasado más o menos modificado (ya sea mejorado, como en el supuesto de las utopías, o desmejorado, como en el caso de las distopías). En otras palabras, proyectar ese pasado solo que alterándolo aquí y allá, dado que no podemos imaginar lo que no conocemos.[1] Esta es la razón, en cualquier caso, de que los aztecas no hubiesen podido imaginar carabelas o arcabuces o la de que los españoles no hubiesen podido imaginar serpientes emplumadas o el sonido de la lengua náhuatl.

Con las guerras del futuro ocurre lo mismo que con las sociedades del futuro. Para Alvin y Heidi Toffler, en 1993, dichas guerras iban a ser biológicas, químicas, robóticas, y microbóticas[2]. Casi veinte años después, sabemos que como sea que se nos presenten ellas tendrán el sello de lo humano, lo que equivale a decir que se basarán en tecnologías. Los animales humanos poseen esa característica —que no es única entre el reino animal, aunque sí en extremo singular—, que los hace tanto amos como vasallos de la tecnología. Esta, al decir de Ortega y Gasset, es como una sobrenaturaleza que el humano se impone para habitar el mundo y por tanto la lleva a todos lados, ya sea en forma de ideas o procedimientos (know-how diría-mos hoy) o de artefactos materiales. La tecnología, en buenas cuentas, es “algo” que se interpone entre el hombre y aquello que lo rodea, el medio o entorno.

Las guerras de la antigüedad poseen este sello. Tanto las ideas como las herramientas para llevarlas a la práctica fueron incorporándose al escenario bélico de manera creciente. La falange —que era una idea, en palabras de Jenofonte, consistente en solo cuatro cosas: empujar, pelear, girar, y morir— se transformó rápidamente en una técnica de la que el hombre era una pieza que debía realizar movimientos sencillos y fáciles de aprender. De esta manera los ejércitos no tenían que marchar en falanges sino que podían transformarse en ellas cuando fuera llegado el momento. La superación de obstáculos naturales también demandaba de los hombres ya no procedimientos, antes bien el ingenio para imponer al medio estructuras salidas de su imaginación.[3] Conocemos el caso del ejército del rey Creso de Lidia (h. el 560-547 AEC), que para atravesar las aguas del Halys en la actual Turquía, sus ingenieros determinaron el desvío del caudal, para lo cual trazaron una media luna que pasaba por detrás del campamento, desviando de este modo las aguas y permitiendo con ello el cruce.[4] Quizá hayan sido los ejércitos de Alejandro los primeros en llevar esta práctica hasta el límite de sus posibilidades, al desarrollar la capacidad de construir en el lugar mismo de la contienda las herramientas que necesitaban. Ejemplo de ello son los ingenios y técnicas utilizados durante sitio de Tiro (332 AEC), y lo que siglos más tarde los ejércitos romanos de Julio César imitarían, con modificaciones ciertamente, en el sitio de Alesia (52 AEC).

Es difícil separar a la especie humana de la tecnología, esta sobrenaturaleza de que nos hablaba Ortega. Si como proponía Alan Weisman en El mundo sin nosotros, la superficie del planeta se viera de pronto, de la noche a la mañana despoblada de los humanos, el único rastro que dejaríamos de nuestro paso sería el de nuestras tecnologías: ciudades, carreteras, medios de transporte. No es llevar las cosas demasiado lejos el pretender que todas estas creaciones nos sobrevivirán. Los historiadores de otros planetas que eventualmente visiten el nuestro, encontrarán en estos testimonios la huella de una especie que vivió en y a través de tecnologías. Advertirá que no fuimos como las ardillas o los lobos, sino que a diferencia de ellos mediábamos nuestra relación con el mundo por medio de estas fantásticas estructuras. Quizá descubra e interprete correctamente los museos y las bibliotecas, y entienda que nada de cuanto configura la escena urbana habría sido posible sin el recurso de la memoria, en particular el de la memoria extendida. Desde la talla en piedras, hasta el uso del papel, con todas sus posibilidades, le servirán para comprender o especular acerca de quiénes éramos e incluso quiénes habríamos podido llegado a ser.

Marshall McLuhan acuñó la expresión the medium is the message (el medio es el mensaje) en su libro Understanding media: The extensions of man (1964). Para nuestro historiador llegado del espacio, lo que encuentre eventualmente sobre el planeta será eso: un mensaje en forma de medio. Las conversaciones se habrán ido con el viento, lo mismo que nuestras comunicaciones telefónicas. Quizá no consiga descifrar nuestros signos, tampoco nuestros lenguajes. En ese caso tendrá que comprender quiénes éramos por lo que sea que hayamos construido: casas, edificios, autopistas, centrales hidroeléctricas, autobuses, trenes, barcos. El mensaje, qué duda cabe, estará contenido en el medio.

Pero vayamos más lejos aún: somos la especie que crea intermediarios entre ella y el mundo que la rodea. ¿Será que lo que importa verdaderamente sea, a la larga, el intermediario? ¿Será que la especie no es más que un medio para producir ese intermediario? ¿Somos acaso la forma que encontró el universo para dotarse de una conciencia no humana, es decir, haciendo posible una especie que construyera máquinas inteligentes, supuesto que al final lo único que importa es la inteligencia? Nadie ha dado para esto una respuesta más audaz que el matemático Max Tegmark en Life 3.0. Si vamos a extinguirnos, nos dice, lo que tarde o temprano resultará inevitable, el universo podría perder a la única especie capaz de vivir, operar y conocer por medio de la inteligencia. Nada indica que haya otros como nosotros allá afuera. Nos forzamos a creerlo, pero hasta la hora presente no tenemos pruebas de que sea así. Por lo tanto, es muy probable que no haya para el universo más inteligencia que la de la especie humana. Y en ese caso, una nueva limitación se nos añade: no vivimos lo suficiente para dispersarla por nosotros mismos, hasta todos los remotos confines del universo conocido.

¿Cómo vamos a salir en busca de nuevos mundos, si aún a velocidades cercanas a la de la luz el universo sigue siendo extremadamente grande e inabarcable para nosotros?

La respuesta, dice Tegmark, está en las máquinas inteligentes. Ellas pueden salir de aquí, viajar por mucho tiempo, por cientos, miles de años. Eventualmente podrán proveerse de energía y mantenerse “vivas.” Y eventualmente podrán habitar el universo y darle un sentido, esto es, dotarlo de inteligencia. Si aquel nos hizo posibles (aunque fuésemos muy poco probables) y nosotros nos extinguiremos como necesariamente habrá de ocurrir, entonces el sentido cósmico habrá durado lo que la vida de una luciérnaga comparada con la enorme extensión de la historia huma-na.

No sabemos cómo será el futuro, pero es indudable que se construirá sobre los vestigios que conservemos del pasado. Nuestro historiador venido de lejos, de algún confín de la galaxia, es probable que como Hiram Bingham descubra entre la opacidad de un sol que se desvanece, alguna ciudad perdida entre helechos y humedales. No lo sabemos. Y es probable que ese historiador venido de lejos —para seguir el relato de Tegmark— no sea sino una máquina inteligente que hubiese “olvidado” que fue esta misma especie extinguida la que la creó, un millón de años atrás. Entonces, para entender, sin tener que caer en un loop de contradicciones (el infierno de las máquinas), deberá crear una historia para contar a otras máquinas quiénes fuimos. Solo que las historias nuestras (las de los humanos) están hechas con palabras y las palabras engendran mitos casi espontáneamente. En toda historia hay tan-to de verdad como de falsedad, y nunca sabemos muy bien en qué proporciones.

¿Qué lenguaje hablarán entonces estas máquinas para no caer en falsedades ni falacias? Según Tegmark, las máquinas hablarán el lenguaje del cosmos, que no es otro que el de las matemáticas. Las matemáticas carecen de emociones. Si no es el tiempo (o, para decirlo en términos actuales, los virus o las bacterias), las pasiones acabarán con nosotros. Para el biólogo E. O. Wilson llegará el día en que la ciencia consiga explicar “el arte, la religión, la ética, las relaciones de parentesco, las formas de gobierno, la etiqueta, la moda…”5 De ser así y de ocurrir, es probable que podamos construir máquinas inteligentes. Ellas no tendrán los problemas que presenta la genética, tampoco sucumbirán con tanta rapidez al tiempo como nosotros, en particular a las pasiones, o al cansancio existencial. Resistirán mejor que nosotros el frío, o las altas temperaturas, o determinados efectos gravitacionales. Hasta la misma soledad, así no dure cien mil años.

Pero volvamos a nuestro historiador del mañana. Pura inteligencia, recolector de impresiones, de divergencias, de huellas. No escribirá nada. No emitirá juicios, pues la historia radicará solo en los datos y no en los significados. Se limitará a registrar aquellos, quedando todo reducido a números o a series de números que ciertamente tendrán importancia para ella y ninguna para nosotros, los humanos. En una palabra, toda la historia no será más que información. Nada de significado, únicamente información. ¿Superaremos mientras tanto los obstáculos que como a los ejércitos de Creso les planteaba el río Halys a sus ingenieros, de tal manera que dotemos al cosmos de una inteligencia capaz de abarcar (y aprovechar) toda su larga existencia —habida cuenta de que solo ha transcurrido apenas fracción inicial de ella? Si nuestro historiador del mañana descubre nuestros vestigios y consigue registrar nuestra historia —así no sea en forma de datos—, será que lo habremos logrado.

Una cosa sí es cierta: no estaremos allí para que nos la cuenten. Mucho menos para comprenderla.

NOTAS AL PIE

[1] El mejor ejemplo para comprender esta limitación de los humanos para imaginar lo que no conoce son las películas o historias de ciencia ficción. En ellas, es frecuente encontrar toda clase de objetos, aparatos y estructuras espacio temporales que crean la impresión de futuro. Sin embargo, a la larga, la historia en sí, sigue recurriendo a los mismos cánones de siempre: amor, odio, traición, cobardía, valor. Es el vino nuevo en las viejas barricas de siempre.

[2] F. Javier Franco Suanzes; Alvin y Heidi Toffler. Las guerras del futuro; Dialnet. Verificado: s.f. Disponible en: file:///C:/Users/Sergio%20Rosales/Downloads/Dialnet-LasGuerrasDelFuturo-4553623.pdf (Acceso: 11/7/2020).

[3] El ingenio, a diferencia del procedimiento, no sigue reglas. En cierto modo crea nuevas reglas para un problema puntual, es decir, distinto de todos los que se conocían hasta el momento en que se presentaron.

[4] Joshua J. Mark; War in Ancient Times; Ancient History Encyclopedia: Verificado: 2/9/2009. Disponible en: https://www.ancient.eu/war/ (Acceso: 11/7/2020).

[5]Peter Watson; Historia intelectual del siglo XX; Barcelona; Crítica; 2010; p. 824.

3 Comments

  1. JORGE VILLARROEL C dice:

    Buen análisis de la historia y la futurología. Permite intentar ir más alla hacia lo cósmico y, a la vez logra un punto de reflexión de lo inexorable del transito humano.

  2. Rafael González dice:

    Muy interesante Sergio, con una enseñanza especial para nuestros tiempos.

  3. Gustavo Núñez K. dice:

    Novedosa aproximación a la futurología desde la historia.

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