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CHILE, SAN MARTÍN Y LA INDEPENDENCIA DEL PERÚ

POR

Gral. (R)Marcos López Ardiles

En estos días, la República del Perú conmemora el segundo centenario de su independencia, pues el 28 de julio de 1821 el general don José de San Martín encabezó en Lima la ceremonia de declaración de independencia. Junto con la solemne declaración, entregó a los peruanos su primera bandera que fuera diseñada por él mismo.

Con justa razón, las ceremonias que están conmemorando este bicentenario se han centrado en la figura del general San Martín, pues fue esa la culminación de su “plan continental”. En el prócer argentino se encarna todo el mérito de la concepción y la ejecución del proyecto libertador que se inició en Mendoza, en aquel campamento militar de El Plumerillo.

Sin embargo, para que se produjera esa escena de la declaración de independencia, el pueblo y el Estado chilenos debieron hacer una enorme contribución política, económica y militar, contribución que a menudo se soslaya, a veces se minimiza, y en ocasiones simplemente se omite. Para cierta historiografía, pareciera muy difícil resaltar el papel que cupo a Chile en aquella empresa que contribuyó a la independencia peruana.

La victoria obtenida en Maipú, habiendo sido trascendental para la libertad de Chile, no aseguraba la libertad del cono sur americano. Para alcanzar ese fin, era indispensable anular la capacidad militar del poderoso Virreinato del Perú y liberar a su pueblo del dominio español. Tras el anhelo de concretar su proyecto emancipador, el general San Martín había comprometido el concurso del Estado de Chile y la voluntad de su director supremo, el general Bernardo O’Higgins. También contaba San Martín con el concurso decidido de las Provincias Unidas del Río de la Plata, gobernadas por el director supremo Juan Martín de Pueyrredón. Su compromiso consistía en la disponibilidad de las tropas transandinas del Ejército de Los Andes —que permanecían en Chile desde la batalla de Chacabuco— y en una contribución financiera que, sumada a otra igual que aportaría Chile, conseguiría financiar los cuantiosos gastos de la campaña al Perú. Todo esto, claro está, con la aprobación de la Logia Lautaro.

Persuadido por San Martín sobre la necesidad de esa campaña, el apoyo de Pueyrredón a esta empresa era genuino, al igual que el apoyo antes había dado al cruce del Ejército de Los Andes. Sin embargo, ante el rompimiento que en 1819 se produjo entre Buenos Aires y las provincias rioplatenses, el Director Supremo debió dimitir a favor del general José Rondeau. Con ello, San Martín no sólo perdía su aliado político, sino que, para empeorarlo todo, el sucesor de aquel le ordenaba repasar la cordillera para auxiliar al gobierno de aquella capital.

Pero el general argentino, después de muchas vacilaciones —pues ha debido ser muy difícil— decidió desobedecer la orden de su gobierno. Tenía la convicción de que la libertad de su nación, y de Sudamérica, sólo estaría asegurada con la desaparición del virreinato peruano.

En una circunstancia quizá inédita en la historia, San Martín —al mando de un ejército que operaba en otro país— resolvió desobedecer al gobierno del Estado del cual emanaba su autoridad. También fue muy inédito el curso de acción: los oficiales argentinos del Ejército de los Andes adhirieron a su acto de insubordinación y lo ratificaron como su comandante. Sin el respaldo del gobierno de Buenos Aires, fue el Estado de Chile el que acogió a toda esa fuerza militar, desde su general en jefe hasta el último soldado, conservándoles sus grados y sus sueldos. Era una carga enorme para las exiguas arcas fiscales chilenas, pero también una muestra de gratitud, y una necesidad para poder continuar hacia el Perú, y asegurar la libertad de Chile y de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

La dimisión de Pueyrredón, los vientos de guerra civil en el Río de la Plata, y la amenaza de una nueva expedición española, impidieron que el gobierno transandino contribuyera económicamente a la preparación de la expedición al Perú. Su aporte distó mucho de los quinientos mil pesos prometidos. Por su parte, el Estado de Chile tenía exhausto su erario público después de costear las campañas militares emprendidas entre las batallas de Chacabuco y Maipú, y también aquella que todavía se libraba en la provincia de Concepción contra las montoneras realistas. Pero, aún así, el gobierno y la sociedad de Chile realizaron un gran esfuerzo para reunir los fondos indispensables para dar forma a la expedición al Perú.

El ejército se formaría sobre la base del desgastado Ejército de Los Andes, que siendo en su origen mayoritariamente rioplatense (con gran aporte cuyano), ahora —al decir del destacado general, e historiador argentino Bartolomé Mitre— casi la mitad de sus efectivos eran chilenos, los que habían reemplazado a las bajas de tantos combates sostenidos, y a quienes habían regresado a Cuyo. El otro aporte fue proveído por el refundado Ejército de Chile, que destinó unidades para la completación del contingente de más de cuatro mil hombres que requería el Ejército Libertador del Perú, denominación oficial que recibió esa fuerza binacional.

Pero, si fue difícil formar un ejército expedicionario, la creación de una escuadra fue una tarea colosal. Durante el período hispano, Chile no había contado con una fuerza naval, y la mínima pericia marinera era la heredada de unas pocas embarcaciones mercantes. Sin embargo, mediante la adquisición de navíos de guerra y la captura de otros, más la transformación de algunas naves mercantes, en un plazo de dos años el gobierno de Chile consiguió conformar la más espléndida flota naval que hubiera surcado el Pacífico sur. Eran nueve buques de guerra y dieciséis embarcaciones de transporte (dos buques finalmente no integraron la expedición). El gobierno de Buenos Aires, ocupado en la defensa de sus costas, solo pudo aportar con un buque. Aunque su almirante y los comandantes eran extranjeros, la escuadra era totalmente chilena y esa era la única bandera que ondeaba a bordo. No hay espacio en estas líneas para reseñar las hazañas de esa escuadra mandada por Lord Thomas Cochrane, el insigne marino escocés al que tanto deben Chile y su Armada.

A propósito de la bandera de esta expedición, el mismo Mitre, en su obra “Historia de San Martín”, escribe que, antes del zarpe, al ser “interrogado San Martín bajo qué bandera se llevaría la invasión, contestó decididamente que bajo la chilena; puesto que ella la cubría con su responsabilidad nacional, además que representaba los mayores elementos navales y pecuniarios”. En rigor, la bandera era la misma que la de Chile, pero en vez de una, llevaba tres estrellas: una por Chile, otra por Argentina y otra por Perú.

Teniendo en cuenta el enorme esfuerzo realizado por Chile, hubo quienes propusieron que el mando de la expedición recayera en un general chileno; sin embargo, se estrellaron con la decidida voluntad de O’Higgins de designar a San Martín en ese cargo. Había en el Director Supremo una combinación de sentimientos de lealtad, de gratitud y de reconocimiento a las mayores competencias militares del general argentino. Entonces, procedió el Senado chileno a dictar instrucciones a San Martín respecto de la conducta que debían observar tanto él como su fuerza en territorio peruano; y, de hecho, las hizo llegar a O’Higgins a Valparaíso, antes del zarpe de la expedición. Sin embargo, nos relata el historiador nacional Diego Barros Arana, que el Director Supremo —animado de los mismos sentimientos— reemplazó esas instrucciones y “confería a San Martín los poderes más latos que puedan darse al general en jefe de una expedición política y militar”. Haría una injusticia y muy poco honor al gobierno de Chile —decía O’Higgins al jefe de la expedición— si me contrajese a dictar a V.E. detallada y prolijamente instrucciones que reglasen su conducta militar y política en las operaciones de la nueva y grandiosa campaña que V.E. va a emprender en el Perú al frente del ejército libertador que dignamente se ha puesto bajo su mando. (…) me contraigo —continuaba el jefe de Estado— solo a recordar a V.E. que el objeto único y exclusivo de su gloriosa empresa es extraer al Perú de la vergonzosa servidumbre del cetro español, y elevar esos pueblos al rango de soberanía, libertad e independencia de toda dominación extrajera, colocándolos al nivel de los demás pueblos libres de América (…)”

Hubo otro gesto adicional de O’Higgins hacia quien depositaba toda su confianza: estando San Martín embarcado, y a punto de zarpar, recibió desde tierra el decreto con su nombramiento de capitán general del Ejército de Chile. Ese grado sólo lo llevaba el Director Supremo y evocaba al que habían ostentado los gobernadores del reino de Chile durante el período colonial. Junto con el propósito de honrar al general de Los Andes, es posible que O’Higgins haya querido dar a San Martín un rango superior al del vicealmirante Cochrane. Ambos ya habían dado muestras de desavenencia, las que después se agudizarían.

Pero no sólo entre los chilenos existía la certeza de que San Martín iba al Perú en su condición de general del Estado de Chile: también eso se supo en el Perú. Consigna Barros Arana que el orgulloso virrey José de La Serna, quien hasta entonces “no había reconocido en los jefes del movimiento revolucionario otro carácter que el de cabecillas de rebelión contra el soberano legítimo”, cuando propuso a San Martín negociaciones de paz, lo hizo tratándolo de “Excmo. señor general de las tropas de Chile don José de San Martín”.

La cara contribución del Estado chileno a la independencia del Perú, y el particular empeño que en ello puso su gobernante, provocó un mayor distanciamiento entre O’Higgins y una aristocracia que se sentía agobiada por las tributaciones para costear la expedición, lo que a la postre fue una de las causas que le obligó a su dimisión. Sin embargo, su afán por la causa de la libertad fue premiado por el Perú, país que lo recibió en su exilio con incontables muestras de gratitud y admiración, nombrándolo Gran Mariscal de ese país. En esa, su segunda patria —pues así realmente la sintió—, vivió rodeado de afecto hasta sus últimos días.

El otro exiliado ilustre fue el general don José de San Martín, que terminó sus días lejos de su patria, en la lejana Francia. Por muchos años mantuvo correspondencia con su entrañable amigo Bernardo O’Higgins. Los viejos generales que tantos laureles habían conquistado para América, se consolaban en sus cartas de la incomprensión y de la ingratitud de sus compatriotas. Con el correr de los años, las tres naciones, Chile, Argentina y el Perú, dieron muestras de gratitud y de admiración a los dos próceres americanos que, venciendo cien obstáculos, nunca renunciaron al ideal de la independencia de Hispanoamérica.

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